Síntesis del Problema
La
extensión y persistencia de las prácticas corruptas en el país demuestran que
no se trata de un fenómeno ocasional y aislado, ni que es exclusivo de la
política, sino que estamos ante tendencias profundamente arraigadas en la cultura
que afectan los códigos morales más profundos.
La
primera reacción ante este alud de corrupción es poner en entredicho la
eficacia de los organismos de control y del sistema judicial. Pero aunque el
papel de estas instituciones es muy importante, hay que notar que su actuación
tiene ciertos límites y se reduce a los hechos cumplidos: estas entidades no
hacen mucho en la prevención y poco o nada a la hora de combatir las raíces
sociales del problema.
Empecemos
por entender las etapas del desarrollo moral, que consiste en avanzar de una
concepción centrada en el interés personal hacia el reconocimiento cada vez más
extenso de los derechos ajenos.
El
proceso de desarrollo moral es acumulativo, o sea que el reconocimiento de los
derechos se va ampliando sin excluir los referentes anteriores. Pero no todos
los niños ni en todas las culturas se completan el proceso, de modo que la
moralidad de muchas personas adultas corresponde a las etapas iniciales. Los
niveles superiores de esta escala (mundo y cosmocéntrico) son esenciales para
fundamentar una moral genuinamente interesada por los temas ambientales, por
ejemplo. Y en el nivel teocéntrico, el individuo necesita al menos abordar el
país como un todo para fundamentar una moralidad genuinamente preocupada por la
corrupción. Aquí
es donde está el problema: muy pocas personas alcanzan el nivel teocéntrico
ampliado. Es decir, a pocos les importa el país como un todo. Veamos por qué.
País
dividido
Para
empezar, consideremos el origen de nuestra estructura social. Esta proviene de
la Conquista española, la cual entronizó una jerarquía de castas fundamentada
en la pureza racial durante más de tres siglos. La Independencia, auspiciada
por los criollos blancos, llevó a la abolición formal de las castas, pero no
acabó las prácticas sociales de exclusión o discriminación por razones de
sangre. Esto
implicó la persistencia de sistemas de relaciones de dependencia personal, lo
cual ha impedido el desarrollo de una solidaridad nacional democrática,
elemento esencial para una moral colectiva genuina. Más bien, la solidaridad se
ha ejercido dentro de redes familiares y de clientelismo, que son muy
limitadas. La
otra cara de la moneda ha sido el elitismo que dicha jerarquía entraña y que
implica un sentido de privilegio, de no estar sometido a reglas. Por eso se han
acuñado refranes como “la ley es para los de ruana”. Esto es importante, porque
los estratos altos y medio-altos son los mayores agentes de la corrupción en
Colombia. Desde luego, se encuentra la criminalidad más abierta en los estratos
inferiores, pero esta nace en parte de las dificultades de acceso a las
oportunidades económicas. El
tránsito hacia una economía de mercado, que se dio en el país mientras se
mantenía la estructura anterior, significó la creciente intensificación de un
nuevo criterio de éxito: el económico. La individualizan que conllevaba esta
visión de éxito se ha traducido en el abandono progresivo de los valores
tradicionales que daban prioridad a la lealtad y a la obediencia. Esta erosión
de valores implicó el regreso desde niveles teocéntricos más amplios a unos
menos amplios, hasta llegar al nivel puramente egocéntrico.
Por
otra parte, la conformación física del país (compuesta por regiones separadas,
heterogéneas y con precarias vías de comunicación) dio lugar a una nación
fragmentada donde los “otros” no están articulados con el centro. Por ejemplo,
en lo simbólico, apenas hacia 1920 el país tuvo oficialmente un himno nacional.
Y tampoco contribuyó a la integración la persistencia del conflicto armado.
Ligado
a lo anterior aparece la ausencia de un Estado con la fortaleza suficiente para
garantizar el reinado de la ley y la responsabilidad política de los elegidos
(especialmente en la periferia). Tal como lo han mostrado, entre otros, los
trabajos de Fernán González, Alejandro Reyes y Francisco Gutiérrez, lo que ha
existido históricamente es un acomodo entre élites nacionales, regionales y
locales: las primeras conceden a las segundas un amplio grado de autonomía a
cambio de su respaldo.
Esta
fragmentación mina por completo la independencia y efectividad de las escasas y
débiles instituciones nacionales, estimula el clientelismo y permite la
corrupción. Por ejemplo, muy recientemente el presidente de la Cámara
Colombiana de la Infraestructura, Juan Martín Caicedo, habló de este fenómeno
en referencia a la adjudicación y realización de obras.
Por
otra parte, el limitado crecimiento económico del país y la concentración de
sus beneficios han significado niveles de apenas subsistencia para la mayoría
de colombianos. Como ha explicado el psicólogo Abraham Maslow, esta precariedad
en las condiciones de vida obliga a concentrar la atención en satisfacer las
necesidades más básicas, pero no permite pensar en los niveles superiores,
donde se fundamentan la moralidad y la solidaridad.
¿Se
puede hacer algo?
Sin
duda, los grandes cambios sociales del último siglo han incidido sobre los
patrones de la moralidad, y en algunos contextos o sentidos han ayudado a crear
nuevas solidaridades integradoras. Por ejemplo, la concentración demográfica en
centros urbanos, la industrialización, el cambio tecnológico, la generalización
de la educación y el desarrollo de los medios de comunicación (hasta llegar a
internet). A esto se suman la expansión demográfica y el rejuvenecimiento de la
población.
Todo
esto constituye el fundamento de una nueva esfera de opinión pública
crecientemente crítica, cuya presencia e impacto se muestra en la cada vez
mayor censura popular no solo a la corrupción y la criminalidad, sino al
irrespeto de los derechos fundamentales, de género y de los animales, entre
otros. No obstante, la mayoría de colombianos viven todavía marcados por
relaciones de dependencia personal, en condiciones no muy alejadas de la
subsistencia y con solidaridades ancladas primariamente en redes familiares
extendidas, lo cual inhibe el desarrollo de una moral universal. Solamente el
crecimiento de una clase media próspera, segura e independiente puede
fortalecer la capacidad moral.
La
intensificación mundial del capitalismo neoliberal viene imponiendo modos de
vida caracterizados por la primacía del consumo, el cual tiene un referente
esencialmente privado e individual que erosiona los valores y las solidaridades
más amplias. En tal sentido, el capitalismo actual auspicia una regresión a
identidades ancladas en lo egocéntrico. Lo mismo hace las tendencias de
concentración del ingreso y de la riqueza, especialmente fuertes en países como
Colombia. Esta situación refleja la gran dificultad para interiorizar las
normas de equidad en sociedades permeadas por la injusticia. Las dificultades
de una moral incluyente se reflejan, por ejemplo, en el escaso rechazo de los
condenados y señalados por corrupción dentro de sus comunidades.
Esto se
manifiesta asimismo en la tranquilidad con la cual estos hacen despliegue
público de sus riquezas. En ausencia de una moral de base amplia, el Estado es
percibido como un botín, una fuente de la cual hay que aprovecharse si la
oportunidad lo permite. Y el sector privado no escapa a tendencias similares.
Sin duda, las dificultades para acceder a canales alternativos de movilidad
social pesan en este problema, como también pesa el anhelo desbordado de riqueza
fácil. Mientras no entendamos, reconozcamos y actuemos frente a estas raíces
sociales y psicológicas de la corrupción, difícilmente habrá avances
sostenibles en su contención. Desde luego, mejorar la actuación de las
autoridades de sanción y prevención es muy importante. Pero es fundamental
construir una moralidad ciudadana más amplia a través de enfoques de formación
inteligentes con didácticas apropiadas para todas las dimensiones involucradas:
socioeconómicas, cognitivas, emocionales y valorativas.
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